Por Denise León

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Comienzo con un recuerdo. Un recuerdo que habla sobre la mirada lúcida que una poeta puede arrojar sobre el corazón venenoso de las cosas y que habla -por supuesto- sobre mis propias y dispersas lecturas, porque sabemos bien que los relatos literales no existen. Proofs and theories (Pruebas y teorías, 1994), una colección de ensayos breves sobre poesía escritos por Louise Glück, estuvo en mi mesa de luz durante muchos meses. En esa época tenía dos hijos muy chicos, dormía poco, leía cuando podía, leía mal. En una de las piezas de ese libro, alguien le pide que explique sus poemas, que los comente, que diga de qué se tratan, de qué van 1. Ella se incomoda y dice que le están pidiendo que haga todo lo contrario a la ambición de una poeta y, a continuación, decide, en lugar de explicar, “mostrar una circunstancia” que, a pesar de las noches sin dormir, de los pañales y las madrugadas interminables, no he olvidado.

Glück cuenta que en 1980 su casa fue, literalmente, destruida por un incendio y que a través de esa experiencia ella ha aprendido algo sobre el fuego, sobre su apetito pero también sobre su propia poesía: “Observé la destrucción de todo lo que había sido, de lo que no volvería a ser, y lo que quedaba adquirió un resplandor” 2 anota la poeta neoyorkina de origen judeo húngaro. Pienso: lo que está diciendo Glück es que esas llamas modificaron y transformaron la “economía” y el sentido de sus actividades habituales. Bueno. La poesía también hace eso: advierte el resplandor. Todavía es posible escuchar a los poetas decir “ardo” y asombrarse de su intensidad y del modo en que el lenguaje poético puede suspender el tiempo. Y, como en la celebración del Shabbat, si comemos, no lo hacemos para saciar el hambre; si nos vestimos, no es sencillamente para cubrirnos; si nos mantenemos despiertos, no lo hacemos para trabajar; si caminamos, no es para ir a alguna parte; si hablamos, no es para comunicar información precisa; si intercambiamos objetos, no es para vender o comprar.

Glück viene construyendo hace décadas una obra hermosa y atrevida, obsesionada con la pérdida, con las familias, con la autobiografía. Una obra que deshace y libera las palabras de las razones y los objetivos que la definen en los “días laborables” y las hacen arder. Y arder significa aquí consumir, desactivar e incluso destruir, eliminar algo. Porque lo que hacen los versos de El iris salvaje (uno de sus libros más hermosos) o Averno o Las siete edades, no es sólo imaginar el mundo como un jardín donde todo empieza y termina o revisitar los mitos griegos que sus padres le leían antes de dormir. Los poemas de Glück no explican nada, no buscan reproducir o imitar lo que vemos a partir del lenguaje. No. Sus poemas le dan forma a esas fuerzas que están ahí, actuando sobre nuestros cuerpos cuando sembramos una semilla y la vemos crecer, cuando miramos por primera y única vez el mundo en la infancia, cuando la idea de nuestra propia mortalidad nos golpea por primera vez. Lo hemos dicho muchas veces pero no hay que olvidarlo: hay algo salvaje en el modo de mirar de la poesía. Porque mira cosas que no son visibles a simple vista, el modo en que se acurrucan los cuerpos buscando la entrega del sueño, el peso de la cabeza de un chico dormido sobre el hombro, las cosas que nos da y nos quita el fuego.

© LA GACETA

Denise León – Doctora en Letras.

Notas:

1) Me refiero al ensayo titulado “The Dreamer and the Watcher”.

2) La traducción es mía.

La migración nocturna *

Por Louise Glück

Ahora es el momento en que volvés a ver
la ceniza del monte con sus bayas rojas,
y en el cielo, ya oscuro,
la migración nocturna de las aves.
Me entristece pensar
que los que han muerto ya no podrán verlas;
esas cosas de las que dependemos
desaparecen.

¿Qué hará entonces el alma para encontrar consuelo?
Me repito a mí misma que quizá
ya no le hagan más falta estos placeres;
quizás alcance apenas con no ser,
por difícil que sea imaginarlo.

* De Averno (2011).

Traducción de Ezequiel Zaidemberg.